La naturaleza es política | Artículo de Ross Barrantes
¿Por qué nuestras instituciones políticas resultan insuficientes para responder a la crisis ecológica más importante de la historia humana?.
- Redacción AN / SH

Por Ross Barrantes*
En las últimas tres décadas, las cumbres climáticas internacionales han producido acuerdos, declaraciones y compromisos. Sin embargo, las emisiones globales de gases de efecto invernadero continúan aumentando. Mientras tanto, comunidades enteras enfrentan sequías prolongadas, inundaciones recurrentes, pérdida de cosechas y desplazamientos forzados.
La pregunta que llevo haciéndome desde que comencé a trabajar en el sector ambiental y ahora forma parte de mi investigación doctoral en Filosofía es:
¿Por qué nuestras instituciones políticas resultan insuficientes para responder a la crisis ecológica más importante de la historia humana?
El filósofo francés Bruno Latour ofrece una respuesta incómoda: seguimos tratando la naturaleza como si fuera un escenario externo a la política, cuando en realidad toda decisión sobre territorios, recursos y ecosistemas es constitutivamente política. No habitamos sobre la Tierra como si fuera un objeto separado de nosotros, somos pliegues del sistema terrestre, y nuestras acciones lo transforman irreversiblemente.
Durante los últimos siglos, el pensamiento moderno occidental construyó una frontera conceptual estricta. De un lado, la naturaleza como dominio de leyes físicas objetivas, estudiada por las ciencias; del otro, la sociedad como espacio de decisiones humanas, valores y política. Esta separación, argumenta Latour, nunca fue descriptiva sino performativa. Al declarar la naturaleza como externa y neutral, se legitimó su transformación ilimitada sin considerarla en la deliberación política.
Pero el Antropoceno, la época geológica propuesta en la que la actividad humana se convierte en fuerza planetaria, disuelve definitivamente esa frontera. Cuando las decisiones sobre políticas energéticas modifican la composición atmosférica, cuando la agricultura industrial altera ciclos del nitrógeno y del fósforo a escala global, cuando la urbanización transforma regímenes hidrológicos continentales, ¿dónde termina lo social y comienza lo natural? Ya no podemos apelar a una ‘naturaleza’ externa para resolver nuestras disputas, nosotros mismos nos hemos convertido en aquello que transformábamos.
Esta inmanencia forzada exige reconceptualizar la política: incluir en la deliberación democrática no solo intereses humanos sino también las respuestas materiales de sistemas terrestres—clima, océanos, suelos, biodiversidad—cuyas reacciones determinan condiciones de posibilidad de cualquier orden social.
La naturaleza es objeto de distribución y asignación, cada decisión sobre uso del territorio implica una elección entre futuros alternativos mutuamente excluyentes. Cuando un Estado concesiona territorios para extracción de minerales raros, está optando por un modelo de desarrollo intensivo en exportación de materias primas frente a otras posibilidades, como por ejemplo agricultura familiar, turismo comunitario, conservación para servicios ecosistémicos locales. Estas decisiones distribuyen beneficios y costos de manera diferenciada entre actores sociales.
El filósofo japonés Kohei Saito demuestra en sus investigaciones sobre los escritos tardíos de Karl Marx que el pensador alemán identificó tempranamente esta dimensión política: “El metabolismo entre sociedad y naturaleza no es técnico sino político, porque determina quién accede a recursos, quién absorbe costos ambientales y quién decide sobre horizontes de desarrollo”.
Considérese la planificación hídrica: decidir si un río se destina a generación hidroeléctrica, riego agrícola intensivo, abastecimiento urbano o mantenimiento de caudales ecológicos es irreductiblemente político. No existe criterio técnico “neutral” que resuelva el conflicto: cada opción favorece actores diferentes y moldea futuros territoriales distintos.
Una transformación jurídica notable está ocurriendo globalmente: el reconocimiento de entidades no humanas como sujetos de derecho. La Constitución ecuatoriana de 2008 otorgó derechos a la Pachamama; el río Whanganui en Nueva Zelanda posee personería jurídica desde 2017 con tutores maoríes que representan sus intereses; tribunales colombianos declararon al río Atrato como sujeto de derechos tras décadas de contaminación minera.
“No se trata de animismo sino de reconocer materialmente que ecosistemas tienen umbrales críticos y capacidades regenerativas”, explica Saito. Un río no posee intencionalidad consciente, pero ciertamente tiene límites de absorción de contaminantes más allá de los cuales pierde funciones ecosistémicas irreversiblemente. Representar jurídicamente esos límites mediante tutores humanos que puedan litigar constituye una politización radical: la naturaleza deja de ser objeto apropiable para convertirse en sujeto con derechos exigibles.
Aunque aún no es suficiente, parte de mi investigación es poder encontrar la respuesta porque aún con el reconocimiento jurídico la representación de la naturaleza ¿no es suficiente? , hay una propuesta que recojo y es la que comparte, Bruno Latour propone extender esta lógica mediante “parlamentos híbridos” donde científicos, ciudadanos y representantes de entidades no-humanas codeliberen. No se trata de otorgar literalmente “voto” a ríos o bosques, sino de institucionalizar procedimientos donde conocimiento sobre límites ecológicos informe vinculantemente decisiones colectivas.
Experimentos recientes de asambleas ciudadanas sobre clima en Francia, Irlanda y Escocia donde ciudadanos seleccionados aleatoriamente deliberan informados por científicos anticipan esta democratización ecológica. La tradición política moderna asumió que la naturaleza era maleable indefinidamente mediante tecnología. Sin embargo, la ciencia del sistema terrestre identifica límites planetarios no negociables: presupuesto de carbono atmosférico compatible con estabilidad climática, tasas máximas de extinción que no colapsen redes tróficas, umbrales de acidificación oceánica más allá de los cuales ecosistemas marinos se desestabilizan.
El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) confirma que ya transgredimos seis de nueve límites planetarios identificados. Esto significa que la naturaleza ya no es sustrato infinitamente disponible: es límite activo que retroactúa sobre sociedades humanas mediante eventos extremos, colapsos ecosistémicos, emergencias sanitarias. Aprender a habitar la Tierra implica reconocer que no somos autónomos respecto a procesos terrestres. La vulnerabilidad es constitutiva: dependemos de estabilidad climática, fertilidad edáfica, disponibilidad hídrica, polinización.
Cuando sistemas que nos sostienen colapsan, ninguna institución política puede compensar esa pérdida. Esta dependencia material debería institucionalizarse políticamente. Algunas propuestas incluyen: defensorías constitucionales de generaciones futuras con capacidad de impugnar judicialmente políticas insostenibles; evaluaciones obligatorias de impacto intergeneracional para decisiones con consecuencias a 100+ años; prohibiciones constitucionales de acciones que traspasen puntos de no retorno identificados científicamente. Una ilusión persiste en discursos de organismos internacionales y corporaciones: que podemos compatibilizar crecimiento económico perpetuo con sostenibilidad ecológica mediante eficiencia tecnológica y “economía verde”.
Los datos empíricos contradicen esta narrativa porque no existe evidencia histórica de “desacoplamiento absoluto” a escala global: ninguna economía ha crecido sostenidamente reduciendo consumo material total. Mejoras en eficiencia energética son sistemáticamente superadas por expansión del consumo—la paradoja de Jevons observada desde el siglo XIX. Países que exhiben descarbonización relativa simplemente externalizan producción intensiva en carbono hacia otras geografías.
Como señala el Papa Francisco en ‘Laudato Si: “La humanidad está llamada a tomar conciencia de la necesidad de cambios de estilos de vida, de producción y de consumo, para combatir este calentamiento o, al menos, las causas humanas que lo provocan o acentúan”.
No se trata solo de tecnología más limpia, sino de cuestionar el imperativo de crecimiento infinito en un planeta finito. Saito propone lo que denomina “decrecimiento planificado”: reducir sectores materialmente destructivos—extracción fósil, producción de armamento, obsolescencia programada, transporte aéreo masivo—mientras se expanden sectores esenciales para bienestar—cuidados, educación, salud pública, restauración ecológica. No austeridad generalizada, sino redistribución radical de recursos hacia actividades que sostienen vida.
Próximos a la COP30, celebrada nuevamente treinta años después de la Cumbre de Río (1992), las instituciones globales diseñadas para gestionar la crisis ecológica muestran límites estructurales. Las Conferencias de las Partes (COP) producen declaraciones consensuadas pero carecen de mecanismos vinculantes de cumplimiento. El Acuerdo de París estableció la meta de limitar calentamiento a 1.5°C, pero compromisos nacionales actuales proyectan 2.7-3°C de calentamiento—escenario incompatible con estabilidad de sociedades complejas.
El Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, diseñados en 1944 para un orden geopolítico diferente, condicionan frecuentemente financiamiento a políticas que intensifican extractivismo. La “deuda ecológica” histórica que consumió desproporcionadamente presupuesto de carbono planetario durante dos siglos de industrialización—no genera obligaciones jurídicas de reparación, mientras deudas financieras del Sur se cobran mediante ajustes que profundizan presión sobre ecosistemas. Me siento cada vez más cercana a pensar que estas instituciones no pueden resolver una crisis estructural porque fueron diseñadas para perpetuar el orden que la produjo.
En mi trabajo de investigación propongo reactivar a las Naciones Unidas, pudiendo crear un Tribunal Internacional Ecológico con jurisdicción sobre crímenes ambientales corporativos y estatales, reconociendo ecocidio como crimen contra la humanidad, acompañado de un Fondo Global de Reparación Ecológica financiado mediante tributación progresiva a emisiones históricas y actuales, asimismo la necesidad de creación de asambleas Transnacionales por Sorteo que deliberen sobre crisis existenciales sin captura por intereses particulares, que los estados consideren la creación de confederaciones Territoriales que coordinen planificación democrática respetando límites ecosistémicos regionales.
Latour utiliza la metáfora del “aterrizaje” para describir el desafío contemporáneo: después de siglos imaginando la modernización como despegue hacia autonomía respecto a naturaleza, debemos aprender a aterrizar, reconociendo nuestra dependencia constitutiva de sistemas terrestres. Este aterrizaje no es retorno nostálgico a pasados preindustriales. Es construir instituciones, prácticas y subjetividades adecuadas para habitar un planeta dañado.
Implica:
-Desmercantilización de bienes comunes: agua, aire, suelos, biodiversidad no pueden gestionarse mediante lógica de mercado que prioriza rentabilidad sobre regeneración. Se requieren instituciones de gestión colectiva que subordinen intercambio económico a sostenimiento de ciclos vitales.
-Democracia ecológica expandida: procedimientos deliberativos que integren conocimiento científico sobre límites planetarios con conocimiento ecológico tradicional de comunidades territoriales, otorgando poder decisorio real sobre metabolismos regionales.
-Justicia intergeneracional institucionalizada: mecanismos que representen intereses de generaciones futuras que sufrirán consecuencias de decisiones presentes, invirtiendo la tasa de descuento temporal que subvalora el futuro.
-Educación para la interdependencia: pedagogías que cultiven comprensión práctica de conexiones entre decisiones cotidianas y procesos planetarios, superando ilusión de autonomía individual.
Construir territorialidades habitables
Darwin enseñó que la evolución favorece no a los más fuertes, sino a quienes mejor cooperan adaptándose colectivamente. Ernst Haeckel, fundador de la ecología científica, demostró que todos los organismos existen en redes de interdependencia mutua. Si algo es cierto es que ya no podemos separar nuestro destino del destino de sistemas terrestres que nos sostienen.
La politización de la naturaleza no es opción ideológica, eso debe ser claro, es reconocimiento de condición material. Sociedades que destruyen sistemáticamente bases ecológicas de su reproducción son, por definición, insostenibles. La pregunta urgente no es si debemos transformar relaciones sociedad-naturaleza, sino si actuaremos con la radicalidad que la física del clima y la biología de conservación exigen.
Debemos aprender a habitar este planeta, el único que tenemos, reconociendo que somos terrestres entre terrestres. La naturaleza es política porque en su gestión se juega literalmente la habitabilidad futura de la Tierra. Y en esa deliberación, ya no podemos excluir las voces—humanas y no-humanas—de quienes heredarán las consecuencias de nuestras decisiones. Lectores, quisiera que se hagan una pregunta que a mi me ayudo mucho ¿De que dependes para existir? Hagan su lista de todos los seres de los que dependen para vivir, si no sabemos de que depende nuestra existencia ni conocemos el territorio que habitamos, muy probablemente podrían reconsiderar conocerlo. Gracias por leerme
*Abogada Constitucionalista y Doctoranda en Filosofía








