La tierra no es de nadie | Artículo de Ross Barrantes 
En una época donde las fronteras se multiplican mientras el planeta se globaliza, nos enfrentamos a una pregunta fundamental: ¿Que significa habitar la tierra?
- Redacción AN / GER

Por Ross Barrantes : Abogada ambientalista
En una época donde las fronteras se multiplican mientras el planeta se globaliza, donde el crecimiento económico choca contra los límites físicos de la Tierra, nos enfrentamos a una pregunta fundamental: ¿Que significa habitar la tierra?
Vivimos en el mundo más conectado de la historia. La información, el dinero y las mercancías circulan a velocidades impensables hace apenas décadas. Sin embargo, nunca habíamos construido tantos muros. Desde la caída del Muro de Berlín en 1989, hemos pasado de 15 muros fronterizos a más de 70 en 2020, sumando más de 50,000 kilómetros de barreras físicas.
Esta paradoja revela algo profundo sobre nuestro tiempo: vivimos una “globalización amurallada” que no es un error del sistema, sino su funcionamiento normal. Estos muros no detienen a todos por igual. Como ha observado la filósofa Adela Cortina, detrás de la xenofobia se esconde la “aporofobia“: no odiamos al extranjero rico, sino al extranjero pobre. Las élites políticas y económicas, los profesionales cualificados y los turistas con recursos pueden moverse libremente por el mundo. Quienes no pueden hacerlo son los más vulnerables: refugiados políticos, migrantes económicos, víctimas de catástrofes naturales. Personas que buscan lo que Hannah Arendt llamó “un lugar en el mundo” donde vivir con dignidad y seguridad.
La segunda gran contradicción de nuestro tiempo es aún más profunda: el choque entre el crecimiento ilimitado y los límites de un planeta finito. El capitalismo, desde su nacimiento, se basa en la expansión infinita en un mundo que tiene fronteras físicas muy reales. Durante siglos, esta contradicción pasó desapercibida porque los límites parecían lejanos. Ya no. Los humanos nos hemos convertido en una “fuerza geológica” capaz de alterar toda la biosfera. Científicos han denominado a nuestra época el Antropoceno, marcando el momento en que nuestra especie comenzó a transformar irreversiblemente el planeta. Hemos agotado recursos básicos como agua dulce, tierras cultivables y combustibles fósiles. Hemos desencadenado la sexta extinción masiva de especies y un cambio climático que amenaza la civilización tal como la conocemos. Estas dos contradicciones no actúan por separado. Se refuerzan mutuamente en un ciclo devastador que expulsa a millones de personas de sus hogares.
Simultáneamente, desde 2006 asistimos a la formación de un “mercado global de tierras” donde empresas multinacionales, estados, fondos de inversión y especuladores compran o arriendan millones de hectáreas para monocultivos y extracción de recursos. Este proceso expulsa a pequeños agricultores de sus tierras ancestrales, destruye ecosistemas y elimina formas de vida sustentables. El resultado es un “efecto huida” masivo: según estimaciones conservadoras, entre 250 y 1,000 millones de personas podrían abandonar sus hogares por el cambio climático en los próximos cincuenta años. Sin embargo, los países receptores prefieren hablar de un supuesto “efecto llamada”, evadiendo su responsabilidad como principales causantes del problema.
Para entender cómo llegamos aquí, necesitamos examinar las ideas que han configurado nuestra relación con la Tierra durante siglos. Dos conceptos han dominado la forma occidental de entender el territorio: la soberanía estatal y la propiedad privada.
La soberanía estatal se basa en un supuesto “vínculo sagrado” entre una comunidad y un territorio, entre “la sangre y el suelo”. Los griegos lo llamaron “autoctonía“, la idea de que un pueblo surge de la tierra misma. Los hebreos desarrollaron el concepto de “tierra prometida”, un territorio destinado por derecho divino.
Pero cuando estos pueblos se expandieron, necesitaron justificar la ocupación de tierras ajenas. Los romanos encontraron la solución en el concepto de terra nullius: “tierra de nadie”. Si un territorio no tenía dueño reconocido, podía ser ocupado legítimamente.
Esta doctrina fue la herramienta jurídica que permitió a los europeos conquistar América, África, Asia y Oceanía. Si una tierra no era utilizada según los estándares europeos de agricultura y urbanización, se consideraba vacía y disponible para la colonización. La doctrina persistió hasta 1975, cuando finalmente fue declarada nula por la Corte Internacional de Justicia.
Paralelamente surgió el concepto moderno de propiedad privada. John Locke, considerado padre del liberalismo, argumentó que la tierra pertenece a quien la trabaja, no a quien simplemente la habita. Para Locke, cada hombre es dueño de su propio cuerpo y de todo lo que puede cultivar y fabricar con sus manos.
Esta teoría no se desarrolló principalmente para Inglaterra, sino para justificar la colonización de América. Como escribió el propio Locke: “al principio, todo el mundo era América”. La implicación era clara: las tierras americanas estaban disponibles para quien las “trabajara” según estándares europeos. Estas ideas no son reliquias del pasado. En 1823, la Corte Suprema de Estados Unidos usó las teorías de Locke para elaborar la “doctrina del descubrimiento“, negando derechos territoriales a los pueblos indígenas porque supuestamente no “trabajaban” la tierra de manera reconocible para los colonizadores europeos.
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Saskia Sassen ha documentado este proceso como “expulsiones“: millones de pequeños agricultores expulsados de sus tierras, aldeas destruidas, economías de subsistencia arrasadas. No se trata de efectos colaterales, sino del objetivo mismo del sistema: concentrar la riqueza y los recursos en cada vez menos manos. El resultado: incremento brutal de la desigualdad, precarización masiva de las condiciones de vida, degradación acelerada de ecosistemas, nuevos conflictos bélicos y aumento exponencial de migrantes y refugiados.
Frente a esta crisis civilizatoria, emerge una propuesta alternativa: pasar de la “posesión exclusiva” al “usufructo compartido” de la Tierra. El punto de partida es simple pero revolucionario: la Tierra no es de nadie y, por eso mismo, es de todos.Esta idea tiene precedentes históricos profundos. En todas las sociedades, antes del capitalismo moderno, los recursos naturales básicos (montes, bosques, ríos, atmósfera) eran considerados bienes comunes de los que nadie podía apropiarse individualmente. Esta tradición ha sobrevivido en muchas culturas y hoy resurge con fuerza en movimientos que luchan por preservar los “bienes comunes” globales.
Esta nueva forma de habitar la Tierra requiere tres transformaciones fundamentales:
Reconocer la humanidad como sujeto de derecho colectivo. Vivimos ya en una sociedad global interconectada; necesitamos instituciones que reflejen esta realidad. Esto significa situar los derechos humanos universales por encima de la soberanía estatal absoluta y la propiedad privada ilimitada.
Aceptar la inapropiabilidad fundamental de la Tierra. Los humanos somos “usufructuarios temporales” del planeta. Somos una especie nómada que ha echado raíces, residentes pasajeros de un hogar que no nos pertenece sino que nos acoge junto con millones de otras especies.
Desarrollar una ética del cuidado planetario. Necesitamos relaciones basadas no en la posesión y el dominio, sino en la protección, el mantenimiento y el cuidado mutuo. Como han mostrado los movimientos ecofeministas, existe una conexión profunda entre el cuidado de otros humanos, otras especies y la Tierra como hogar común.
Movimientos indígenas y campesinos que defienden la tierra como territorio de vida, no como mercancía. Sus formas tradicionales de manejo han demostrado ser más sustentables que los monocultivos industriales. Iniciativas de transición ecológica en ciudades que buscan la autosuficiencia energética, la producción local de alimentos y el transporte sostenible.
Redes de economía solidaria que priorizan la satisfacción de necesidades reales sobre la maximización de ganancias.
Movimientos por la justicia climática que conectan la crisis ambiental con las desigualdades sociales, exigiendo que quienes más han contribuido al problema asuman la mayor responsabilidad en las soluciones.
Tribunales que reconocen derechos de la naturaleza, otorgando personalidad jurídica a ríos, bosques y ecosistemas, reconociendo que tienen valor intrínseco más allá de su utilidad humana.
Todo esto apunta hacia lo que Hannah Arendt llamó la necesidad de “una nueva ley en la Tierra“: un régimen jurídico-político que garantice a todo ser humano el “derecho a tener un lugar en el mundo”. No como propiedad exclusiva, sino como usufructo compartido de un hogar común. Este derecho incluye la libertad de movimiento y la posibilidad de echar raíces, de participar “real, activa y naturalmente en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos presentimientos del futuro”, como escribió Simone Weil.
La crisis climática nos confronta con una realidad ineludible: nuestras formas actuales de habitar la Tierra son insostenibles. No podemos seguir con un modelo que convierte a unos pocos en propietarios absolutos mientras expulsa a millones de sus lugares de vida.
La pandemia nos ha enseñado que compartimos una vulnerabilidad común y que nuestro destino está profundamente interconectado. Nos ha mostrado la importancia del trabajo de cuidados, la esencialidad de los servicios públicos, y nuestra capacidad de vivir de manera diferente cuando es necesario.
Más importante aún, ha demostrado que podemos transformarnos: con menos movilidad innecesaria, menos consumo compulsivo, más tiempo para lo esencial. Durante los confinamientos, muchos redescubrieron el valor del hogar, la importancia de los vínculos locales, la necesidad de espacios verdes urbanos.
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En un mundo de muros y expulsiones, reconocer que la Tierra no es de nadie puede sonar utópico. Pero quizás sea la única perspectiva realista que tenemos. Los desafíos que enfrentamos cambio climático, pérdida de biodiversidad, agotamiento de recursos, pandemias— son planetarios y requieren respuestas planetarias. No se trata de eliminar las diferencias culturales o las identidades locales, sino de reconocer que todas ellas florecen sobre un sustrato común: un planeta que es el único hogar que tenemos.
La primera pandemia global nos ha impuesto lo que podríamos llamar un doble imperativo moral: cuidarnos unos a otros y cuidar entre todos la común morada terrestre. No es solo una cuestión de supervivencia, sino de justicia.
La Tierra no es de nadie porque es de todos. Y porque es de todos, tenemos la responsabilidad compartida de cuidarla. Gracias por leerme